La palabra “encarnizamiento” es muy dura. Significa “crueldad con que alguien se ceba en el daño de otra persona”, pero refleja bien el sufrimiento que conllevan las actividades médicas innecesarias o excesivas en las mujeres.
La desigual distribución de poder entre hombres y mujeres en nuestra sociedad patriarcal tiene consecuencias en la atención clínica. La paciente mujer implica cuestiones y situaciones específicas, pero no solo por la biología y la psicología, sino también por la cultura y los hábitos sociales, por su género. Por ello, la mujer recibe peor atención que los hombres ya sea por defecto (acceso retrasado a programas de hemodiálisis, al diagnóstico de insuficiencia respiratoria crónica…) o por exceso (más apendicectomías innecesarias, mayor polimedicación que los hombres…). Una discriminación que se multiplica aún más cuando la mujer tiene una minusvalía, un problema mental grave, es anciana, no es heterosexual o intercambia sexo por dinero o drogas. La mujer también es, más que el hombre, objeto del intervencionismo sanitario inhumano mediante la mercantilización de la menstruación, la sexualidad, la atención en el embarazo, el parto y la lactancia y la supuesta prevención de los cánceres femeninos.
Dos ejemplos en acceso y reproducción libres: